Apnea

Mi madre conoció las pirámides, llevó un Ankh o símbolo de la vida prendido en su chaleco de jean azul durante años y destinó una porción de tierra del jardín de mi casa para cultivar plantas de papiro. Mi abuelo materno no nació en Egipto, como creí, pero vivió su adolescencia en Alejandría y destinó parte de su dinero a comprar libros de arte donde vi por primera vez la cabeza de oro de un dios egipcio.

Yo nunca pisé el Cairo pero recuerdo que me ardían los pies cuando atravesaba las salas de momias, sarcófagos y templos funerarios del museo británico tratando de alcanzar el ritmo apresurado de mi tía. Seguramente se acercaba el fin de las vacaciones y al día siguiente teníamos programado el vuelo de regreso.

Desde hace un tiempo, decidí liberarme de la presión que implica no haber emprendido un viaje aún y ya tener que definir la fecha de vuelta; una nimiedad al lado de los años que una mente faraónica dedicaba a planificar el último de sus viajes convencida de que en el fin está el principio. After life, más allá, o el reino de los cielos; si se quiere acceder a la vida eterna no se puede ser un improvisado.

Un ritual se basa en la repetición. Repetir y repetir con la ilusión de obtener algo que no llega a manifestarse la primera vez. Como los epígrafes que registran el paso de mi madre por Egipto y que ella escribió una y luego otra vez con mínimas variaciones formales pero sin alterar el contenido. O como el ejercicio metódico con el que aprendí a fijar, una y otra vez, en un bloque de yeso la copia precisa de un rostro hasta lograr obtener la última imagen, esa que nos define cuando dejamos de ser.

Una suerte de fe en un más allá parece sobrevolar ciertos retratos. En los rostros pintados sobre madera o lino, insertados entre las bandas de tela que envolvían los cuerpos momificados de Al Fayum, da la impresión de que conviven dos planos a la vez: uno terrenal y otro supraterrenal. Estos retratos realizados entre el siglo I y IV antes de Cristo, cuando Egipto estaba bajo dominación romana, buscaban generar cercanía a partir de la materia y sin embargo, no logran vencer la sensación de lejanía que encierran.

Tanto estas primeras representaciones como las máscaras de cera, también romanas, eran creaciones rituales que buscaban formas en las que el hombre pudiera resucitar para la vida eterna y por eso se preocuparon por brindar un reconocimiento fehaciente después de la muerte. Sin embargo, cada una establecía una relación diferente con la luz. Conocemos los retratos de Al Fayum porque estuvieron siglos enterrados bajo el clima seco y cálido de Egipto; las máscaras, en cambio, se exponían en los patios internos de Roma, cada una en su nicho, con el fin de ser contempladas y participar de la vida cotidiana de los vivos.

La noción de la imago supone una duplicación por contacto del rostro, es básicamente un proceso de impresión. La imago no requiere ninguna idea, ningún talento, ninguna magia artística. Es una imagen matriz producida por adherencia, por contacto directo de la materia- yeso/alginato con la materia-rostro.

Cada nueva persona que concurre a este improvisado laboratorio, espera de mi una extracción. Desconocen la dosis exacta que voy a aplicar de vaselina, la fórmula precisa del alginato, la velocidad con la que tendré que batir la mezcla para evitar el fraguado, la cantidad de franjas de venda cortadas a medida, la línea de la oreja que no podré sobrepasar para poder retirar después sin problema el bloque de yeso, los suaves golpes que voy a dar durante el vaciado para evitar burbujas, la mirada clavada en los orificios nasales para cuidar que no penetren líquidos. Imposible imaginarse que sus rasgos inequívocos quedarán enterrados por unas horas bajo una carcasa azul rugosa, pesada y por momentos caliente. Probablemente ignoren cuántas pestañas menos enmarcarán sus ojos al regresar a casa y les suponga cierta dificultad explicar qué sucedió realmente durante el tiempo que estuvieron ausentes. Ciegos, mudos e inmóviles, experimentarán la suspensión.