Todo está en la relación.

En el final del nombre de mi padre aparecen las dos primeras letras del nombre de mi madre. La matemática y la simetría, al parecer, despertaron un sentimiento de musicalidad temprana en mí aunque no fuera consciente.
Mi madre se encargó de encontrar una profesora a dos cuadras de casa para que el piano no se convirtiera nunca en un mueble inerte. Mi padre, aunque ya no vivía con nosotras (primer tropezón inarmónico), nos dejaba todas las mañanas en el colegio antes de zambullirse en los números que le permitían llevar adelante la fábrica textil familiar. Alguna vez escuché a alguien decir que un piano es como un telar.
Mientras el arpa del piano contiene la tensión y rigidez de 230 cuerdas de acero y cobre, los dedos interrogan a martillazos el cuerpo vibrante y despiertan en él aquello que han sabido hacer resonar. No hay sonido sin fricción.
Diez años pasé con el piano y 30 años estuve alejada de él. No tuve formación académica, nunca compuse nada; sólo seguía la partitura. Hace unos años, me reencontré con un piano que no me animé a tocar. Quién no tembló ante las vibraciones de un cuerpo rígido? Y de un alma blandita? Dónde está la música cuando todo está a punto de acabar? En la tierra, en el aire?
Y mientras algunos postulan el contacto directo como un don de gracia, una mente sueña con transformar la voz humana en frecuencias eléctricas que puedan recorrer enormes distancias a través de un cable de cobre.
La cuerda que atraviesa el centro de mi cuerpo (de obra) trae sonidos lejanos de una interrupción continuada, una desavenencia armónica, una abstracción finita y una proximidad apartada.
Mis estrategias se confunden con mis percepciones acerca del arte. Un arte que navega en una tonalidad flotante e indecisa, en la tensión entre lo amoroso y lo terrible, en la inminencia de una revelación que finalmente no se produce.

It's all about the relationship.

At the end of my father's name are the first two letters of my mother's name. Mathematics and symmetry, it seems, awakened a sense of early musicality in me even if I wasn't consciously aware of it.
My mother took care to find a teacher two blocks from home so that the piano would never become an inert piece of furniture. My father, although he no longer lived with us (the first inharmonious stumble), dropped us off at school every morning before diving into the numbers that allowed him to run the family textile factory. I once heard someone say that a piano is like a loom. 
While the harp of the piano contains the tension and rigidity of 230 steel and copper strings, the fingers hammer the vibrating body and awaken in it that which they have been able to make resonate. There is no sound without friction.
I spent ten years at the piano and 30 years away from it. I had no academic training, I never composed anything; I just followed the score. A few years ago, I rediscovered a piano that I didn't dare to play. Who didn't tremble at the vibrations of a rigid body? And of a soft soul? Where is music when everything is about to end? On earth, in the air?
And while some postulate direct contact as a gift of grace, one mind dreams of transforming the human voice into electrical frequencies that can travel vast distances through a copper wire.
The string that runs through the centre of my body (of work) carries distant sounds of a continuous interruption, a harmonic mismatch, a finite abstraction and an estranged proximity.
My strategies are confused with my perceptions of art. An art that navigates in a floating and undecided tonality, in the tension between the loving and the terrible, in the imminence of a revelation that ultimately does not occur.